Horst Damme: Una Historia de Vida y Tradición entre Juguetes

Paola Andrea Ruiz Rojas

Periodista M&M

En un pequeño taller ubicado en el barrio La Floresta de Bogotá, en medio de viruta y aserrín, Horst Damme, un alemán refugiado de la segunda guerra mundial, fabrica a mano los juguetes de madera con los que ha divertido y puesto a soñar a cientos de niños y niñas, por más de seis décadas.

Es temprano en la mañana de un día cualquiera, y como desde hace sesenta años, cuando el sol asoma, Horst Damme, un alemán más colombiano que el sombrero vueltiao, de pelo entrecano, manos grandes y alma bonita, se dispone a abandonar su cama, para hacer lo que más disfruta… juguetes.

Con paso lento y apoyado en un bastón que le sirve de guía, camina por los corredores de su casa, dirigiéndose, en punto de las siete de la mañana, hacia la fábrica de juguetes que lleva su apellido y que desde 1949 es la pasión, sustento y fortaleza de este hombre que ya cumplió ocho décadas.

Dispuesto a trabajar, vestido con su overol y gorra caqui, empieza la tarea: toma cada pieza de amarillo –su madera preferida–, la acaricia, la palpa, la siente, en una íntima relación con este material, que él bien entiende y disfruta.

Si alguien entrara por casualidad a la fábrica de juguetes Damme y observara a Horst operando la sierra, muy seguramente no se percataría de su invidencia pues, con la mística, la perfección típica de los alemanes –y la agilidad de alguien que puede ver– corta una a una todas las piezas de madera, sin excepción, desde las más grande hasta la más pequeña, para luego armar con ellas los artefactos que por décadas y a pesar del avasallador arribo de los juguetes de pilas o mecánicos, han acompañado a cientos de niños en sus juegos.

Para Damme, su taller es sagrado por ello, mientras trabaja, sólo existe él y la madera y así, en medio del ruido y su silencio, le da vida a sus creaciones; muchas de ellas tan antiguamente diseñadas como su existencia y tan llenas de nostalgia y recuerdos como su vida de película.

Este juguetero, al que bogotanos de antaño consideran como el pionero de la fabricación de estos mágicos compañeros en el país y que incluso fue designado como “patrimonio de la ciudad” por un afamado medio de comunicación local hace años, ha sido el responsable por décadas enteras de las risas, los juegos y las fantasías de miles de niños en el país, pero también un hombre que pese a la competencia y a ciertos episodios adversos en su larga vida, se ha mantenido firme en su noble oficio.

Historia de un Refugiado

 Una alarma con voz de mujer, guardada celosamente en el bolsillo izquierdo de su overol de trabajo le informa la hora, son las once de la mañana y mientras se toma la medicina, aprovecha para darse un merecido descanso. En una pequeña salita contigua a la planta de producción de su fábrica, y que llama “su refugio”, empieza a relatar su historia, precisamente, la historia de un refugiado.

Con la memoria tan lúcida como cuando era niño y con la precisión de un guionista de cine, comienza a narran su historia personal, sus primeros años de vida que tuvieron como escenario la Berlín (Alemania) que, por aquella época, era asediada por Nazis que querían subir al poder y estaban, literalmente, metidos en todas las instancias de la sociedad alemana.

Relata Damme que su padre, Willy Damme, no era simpatizante del régimen que deseaba imponer Adolfo Hitler y por ello “formó parte de un grupo secreto de hombres que, a punta de garrote y piedra, ponían en desbandada a sus seguidores”. Este grupo vestía usualmente los mismos uniformes utilizados por los hinchas del controversial político, para infiltrarse en las reuniones, fiestas y eventos que aquellos organizaban, y luego, a la señal de un silbato, atacarlos.

Con evidente extrañeza, Damme no se explica como su padre logró salir ileso de sus incursiones a las reuniones nazis, pues muchos de quienes formaron parte de aquel grupo fueron a parar a la cárcel o a un hospital.

Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de Willy Damme y sus compañeros de causa, Hitler subió al poder tomando, como primera medida, la aberrante decisión de abrir un campo de concentración en las afueras de Berlín para llevar allí a quienes, como el padre de Damme, se opusieron a las ideas nazis. A partir de ese instante empezó el calvario para la familia Damme.

Recuerda Horst que todos los días a su casa llegaba un grupo de nazis buscando a su padre, quien debía salir huyendo, mientras él, su hermano y su mamá se quedaban soportando el hostigamiento y la desagradable visita y esperando, sin saber noticias de Willy, con una angustia que se convertía en desazón cada vez que el tiempo pasaba.

Horst no lleva estadísticas de las ocasiones en que los nazis entraron en su casa, pero recuerda que fueron muchas, hasta el punto que su padre tuvo que huir finalmente de Alemania para salvar su vida, aunque atrás quedara en riesgo la de su esposa y sus hijos.

“El servicio nazi al ver que mi papá no estaba, la emprendió contra mi mamá. Un día la citaron a una oficina diciéndole que llevara nuestros registros de nacimiento y el de su matrimonio, pero una amiga le aconsejo que no lo hiciera porque luego la encerrarían en un campo a realizar trabajos forzados y a nosotros, en un orfanato. Ese día de la cita, recuerdo que nos encerraron en un sótano varias horas, allí escuchábamos los gritos de horror de los torturados…”.

Al día siguiente la familia Damme, incompleta, cruzaba la frontera huyendo del régimen hacía Checoslovaquia.

Una vez en ese país se reunieron con el padre, aunque por su condición de refugiados a éste le era imposible trabajar y ganar dinero para el sostenimiento del núcleo, debieron entonces vivir de donaciones de la industria –nuevamente de la caridad– y en los castillos a los que llegaban la mayoría de alemanes emigrantes, por aquella época. Los Damme vivieron al menos en cinco, en un periodo de dos años, según cuenta Horst, pero luego y gracias a una organización inglesa de ayuda a refugiados políticos, partieron hacia Brasil en 1937, en busca de nuevas oportunidades.

Pero el destino tenía otros planes y sin saber por qué razón, el buque arribó en Colombia. Damme recuerda que tenía siete años cuando llegó al país. Inicialmente, él y su familia trabajaron en varias haciendas del Valle del Cauca, pero como el dinero de los jornales no era suficiente para mantenerse, decidieron viajar a Bogotá.

La capital los recibió bien, y aunque no fue fácil en un comienzo, su papá consiguió un empleo como administrador del Polo Club y aunque ganaba lo suficiente para vivir, en sus ratos libres –y tal como lo hacia en Alemania cuando era navidad– se dedicó a fabricar juguetes de madera: carros, camiones, cunitas, cocinas entre otros muchos diseños, para ganar algunos pesos extra.

Entre tanto, Horst entró al Colegio Alemán y aunque sólo cursó hasta tercero de primaria, porque éste cerró a causa de problemas políticos, muy ajenos a entendimiento, si pudo acompañar y aprender de su padre el oficio de hacer juguetes; este es el origen de su pasión y de la actividad que determinaría su vida en adelante.

La Fábrica de Juguetes

A pesar de que su escolaridad fue poca, sus sueños de progresar no se detuvieron, así como tampoco las ganas de su padre por ofrecerles un mejor futuro; por el contrario, en 1941, y tras un pedido de 3600 juguetes hecho por el entonces alcalde de Bogotá, Carlos  Sanz de Santamaría –para la navidad de los niños pobres– se creó la fábrica de juguetes Damme.

Cuenta sonriendo Horst, que su papá no sabía que hacer, pues no tenía herramientas, ni máquinas y mucho menos dinero suficiente para fabricar los juguetes que les habían encargado, sin embargo la solución llegó más fácil de lo pensado.

“Mi papá decidió pedirle 500 pesos prestados a doña “Lolita”, la esposa del alcalde quien, sin problema, se los entregó. Inmediatamente compró dos máquinas –con las que aun trabajo– pero de pronto se dio cuenta que había más dinero del solicitado, le sobraban otros 500 pesos y bueno… los devolvió. La señora de Sanz, por su honestidad, decidió regalárselos y tuvimos entonces para comprar los materiales y poder cumplir”, relata.

Así, poco a poco, entre intentos y caídas, un 7 de febrero de 1949 se inauguró en serio la fábrica, en la calle 76 con carrera 22, la misma que debieron luego trasladar dos veces,  primero, por ordenes de la empresa de energía y luego, por las quejas de un vecino militar a quien le incomodaba el ruido de las máquinas. Finalmente, Juguetes Damme logró establecerse en la zona industrial de la floresta.

Con el tiempo, la empresa llegó a ser tan importante y sus juguetes tan famosos que las vitrinas de los tres almacenes que montaron en diferentes sectores estratégicos de la ciudad, junto con su padre, se vaciaban en temporada decembrina. Fueron épocas de gloria, Juguetes Damme llegó a contar con setenta empleados y con varios camiones y tractomulas que eran cargados a diario con cientos de juguetes para despachar a Cali, Bucaramanga y la costa atlántica.

Pero de un momento a otro, un 25 de agosto de 1972, su vida dio un giro inesperado cuando un “mal vecino”, como él lo llama, por envidia y ambición disparo una escopeta directo a su rostro y lo dejó ciego. “Entré en depresión, ya nada me importaba y abandone la fábrica que, por esa época, contaba con 23 años de posicionamiento, liderazgo y crecimiento”, relata.

Horst, quien siempre había sido fuerte a pesar de las circunstancias, esta vez no soportó y al sentirse ciego, no quiso seguir con el oficio. A la fábrica sólo iba para encerrarse en su oficina y de vez en cuando verificar la producción. Recuerda que perdió el control de los empleados, su empresa ya no funcionaba como un “relojito suizo”, pues aquellos no hacían sus labores con la responsabilidad que su fábrica ameritaba. “No me hacían caso, trabajaban de manera desorganizada, perdían mucho tiempo”, comenta.

Sin embargo, Yolanda, quien antes fuera su empleada –hoy su esposa–, le hizo comprender que a pesar de su invidencia, él seguía siendo útil y capaz: un día cualquiera, ante la negativa de uno de sus empleados de cortar algunas piezas especiales, Yolanda paró a Horst frente a la sierra, le indicó la ubicación de los bloques de madera y le dijo, “corta”; como afirma Damme, “no tuve más remedio que hacerlo”.

Este episodio le devolvió la confianza en sí mismo, de hecho, cierto día de paro nacional en el que ninguno de sus empleados llegó a la empresa, tomó la decisión de recuperar su fábrica, de trabajar de nuevo y cortar, personalmente, todas las piezas de madera que se necesitaban para la producción.

El Proceso Creativo

Desde siempre, ha diseñado sus juguetes, camiones, aviones, trenes, fincas, animales, cunas, cocinitas, neveras, todo, partiendo de lo que imagina, de lo que vio en la calle, y todo cuanto puede hacer con madera, lo hace. De hecho, afirma y confirma que fue el primer fabricante de juguetes de madera en Bogotá, y que su calidad y diseño no pudo ser igualado por quienes después le montaron competencia.

No sólo la tradición y el conocimiento heredado de su padre le permitieron a Horst consolidar su empresa, la maquinaria ideal en el momento, así como el material utilizado en la fabricación y en especial, la dedicación en la elaboración de cada uno de los juguetes aportaron a la construcción de su reconocida, aceptada y querida marca.

Desde el inicio de la fábrica, y aún ahora, cada vez que Horst se enfrenta a un bloque de madera siente la imperante necesidad de crear un juguete, pero no cualquiera, sino uno con el que realmente puedan jugar y divertirse los niños. En su proceso creativo y pese a su ceguera, analiza todo, lo imagina, desde las medidas hasta su color, pero sobre todo, piensa si el juguete realmente cumplirá con su función: divertir.

Una vez concebido el juguete, procede a cortar todas las piezas, lo ensambla y luego, apoyándose en el criterio de su esposa, examina el producto para verificar si cumple con los estándares de calidad previstos. Para Damme, sus juguetes no pueden tener malos acabados, las piezas deben quedar precisas, sin astillas que puedan lastimar a los niños y sin partes defectuosas que afecten la estética o el funcionamiento.

Cuando el juguete ‘piloto’ pasa la prueba de calidad, se autoriza su producción. Ahora, y debido a que el juguete de madera no es tan aceptado por el público infantil como hace algunas décadas, Horst produce pequeñas cantidades por referencia, máximo 12 de cada una. “Los tiempos no están buenos para el negocio” afirma, antes por cada modelo la fábrica producía hasta 100 unidades mensuales en temporada baja, y en diciembre la cifra se elevaba tanto hasta el punto que no recuerda exactamente cuántos juguetes fabricaba.

No cabe duda que para Damme, sus juguetes han sido, son y serán el motor de ser y existir, y por ello presta especial atención al diseño, elaboración y sobre todo a la elección del material con el que los fabrica, pues ése ha sido precisamente el pilar de su éxito.  “La clave está en utilizar madera de buena calidad, no uso aglomerados, porque se raja si le dan un golpe, y se esponja si lo deja en la humedad”.

La mayoría de veces, y si el precio lo permite, trabaja madera de laurel también conocida como amarillo por su tonalidad. Según Damme, este tipo de madera es liviana, permite procesos rápidos de lijado y no se ‘raja’ tan fácil como otras más económicas. De vez en cuando, y con el ánimo de abaratar costos, utiliza estibas de pino que le regalan en algunos almacenes, sin embargo ese tipo de madera no le convence del todo, ni a él, ni a sus máquinas dice y por ello evita usarlas en producciones extensas.

Algunas piezas que componen partes de sus juguetes, como las camitas de las casas de madera, y los ganchos de ropa de los closets que fabrica, las elabora en triplex.

En cuanto a la pintura y demás insumos que utiliza para recubrir y dar acabados finales a sus juguetes, Damme sólo aplica aquellas que le garantizan no toxicidad y perdurabilidad. Afirma que este proceso requiere de especial vigilancia, para evitar problemas de salud en sus más preciados clientes: los niños.

En su taller parece que el tiempo se hubiera detenido, pues todas las máquinas con las que actualmente trabaja fueron adquiridas antes de 1947. Para fabricar sus juguetes se vale de dos sierras de disco, una sinfín, tres lijadoras, una cantoneadora, dos taladros y un torno, y a pesar de que todas son pequeñas y cuentan con una potencia que no supera el 1/3 de caballo de fuerza, Damme afirma que para él y su fábrica, son las adecuadas, pues le presta los requerimientos técnicos que necesita y le ayuda a economizar energía.

Tradición y Tecnología

Hacia 1979, la llegada de los juguetes de pilas, con movimiento propio, y gran variedad de sonidos, representó para Damme la caída de su empresa, tuvo que despedir empleados, cerrar los puntos de venta y hasta dejar de producir ciertas referencias que por su tamaño, como las casas de muñecas, ya no cabían en los reducidos espacios modernos.

El ingreso al país de los juguetes chinos y plásticos con los que no se podía competir en precio y tecnología, precipitó la caída de una fabrica tradicional que por años había sido la elegida por los padres que preferían los juguetes didácticos. Con la tecnología todo cambió, y muchos empezaron a buscar los juegos de video, los carros a control remoto y los juguetes con luces y sonido propio.

Sin embargo y a pesar de que la producción de juguetes en madera ya no tiene la salida de antes, y que su precio puede incluso ser más alto que el de un juguete chino, aún existen personas que los siguen comprando, de hecho, muchos de sus clientes actuales son adultos que cuando niños disfrutaron con sus creaciones, y llegan hasta su fábrica a buscar aquel juguete que los hizo feliz. “Esa es mi mayor satisfacción, y por ellos sigo en el oficio” afirma Damme.

En la actualidad sólo cuenta con tres empleados, y un punto de venta que funciona en el mismo lugar donde queda la fábrica. En él hacen venta directa, pues la situación no permite rotar en los almacenes con la misma facilidad de años atrás.

Cada vez es más difícil vender un modelo, suspira el viejo juguetero, a veces pasan meses y hasta años para que producciones de 10 o 12 juguetes se vendan en su totalidad, aunque mantiene la fábrica el hecho de producir más de 120 referencias de producto y cuando no se vende una, sale otra. A pesar de todo, y a que cada año que pasa la ventas se reducen a la mitad con respecto al año anterior, Horst no cerrará su fábrica, “hasta que Dios me llame, me debo a los juguetes y quienes juegan con ellos.”

La labor de mercadeo ciertamente no ha sido un “camino de rosas” luego de los episodios trágicos de su vida.

En los almacenes grandes y de cadena no ha podido ingresar como proveedor, pues –dado que sus juguetes no son actualmente muy demandados y que en muchos dudan de la calidad del trabajo por el hecho de ser Horst una persona ciega– sus juguetes no cumplen con la rotación establecida por ellos y por lo tanto les “marcan” como artículos que no sirven, que no son rentables y los sacan de circulación.

De otro lado, en algunos almacenes del norte de la ciudad, si reciben los juguetes han elevado de tal manera los precios iniciales que le ha sido imposible vender: “Una zorra que en el punto de fábrica cuesta 65 mil pesos, allá vale 135 mil“.

Vale señalar que muchos de los juguetes que hoy en día le compran los clientes de siempre, son enviados al extranjero, sin embargo él como fabricante no ha podido convertirse en exportador directo porque en los mercados del exterior “ponen trabas” y requerimientos técnicos que él no puede cumplir, como el empaquetamiento y ciertas disposiciones legales contempladas en los códigos laborales.

Pero, afortunadamente Horst Damme es un hombre obstinado, que disfruta su trabajo, que ama lo que hace, y que aún y a pesar de su vida y sus experiencias, tiene el corazón de un niño y no permite que muera la tradición. “Yo hago juguetes para que los niños jueguen con ellos, y no para que los juguetes jueguen con los niños” afirma, y sonríe demostrando que su alma no ha envejecido.

Fuente: Horst Damme, propietario fábrica de Juguetes Damme. Dirección: Cra. 69 B #99-33.

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